Después de la Celebración de los Fieles Difuntos, que recientemente celebramos y oramos para que las almas del Purgatorio sean llevadas a la presencia de Dios en el Cielo, podemos reflexionar sobre el Purgatorio y su importancia, para nosotros los católicos, como un gran acto de divina merced. Dios al dejarnos en el Purgatorio, nos da la oportunidad de purificarnos y finalmente estar en Su presencia.
El alma, incluso en estado de gracia, puede tener la mancha del pecado, que le impide contemplar a Dios cara a cara. ¡Así que por gracia divina tenemos el Purgatorio! Pero ¿cómo es el Purgatorio? Santa Catalina de Génova dejó escritos que retratan el Purgatorio como el lugar de purificación de las almas, un fuego interior, como informó el Papa Benedicto XVI, en la Audiencia General del 12 de enero de 2011: “La santa habla del camino de purificación del alma , hacia la plena comunión con Dios, desde la propia experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, en relación al amor infinito de Dios (cf. Vida Admirable, 171v)”. Según Santa Catalina, el Purgatorio “es el lugar donde hay más alegría y más sufrimiento que todo lo que conocemos en este mundo”. Sufrir porque los dolores del Purgatorio se comparan con el fuego, como nos dice San Pablo en su Primera Carta a los Corintios: “Ahora bien, si alguno edifica sobre este fundamento, con oro, o con plata, o con piedras preciosas, con madera, o con heno, o con paja, aparecerá el trabajo de cada hombre. El día (del juicio) lo demostrará. Será descubierto por el fuego; el fuego demostrará el valor del trabajo de cada uno. Si la construcción se mantiene, el constructor recibirá la recompensa. Si se incendia, tú asumirás los daños. Se salvará, pero de algún modo pasando por el fuego (1Cor 3, 12-15)”.
Y alegría porque las almas, en la certeza de cumplir la voluntad del Padre y sabiendo que verán a Dios, no pueden ser otra cosa que alegrarse. La Iglesia dice, sobre el Purgatorio, que “las almas de los justos que en el momento de la muerte están todavía marcadas por pecados veniales o por castigos temporales debidos al pecado van al Purgatorio y los fieles vivos pueden ayudar a las almas del Purgatorio a través de sus intercesiones ( sufragios)” (Ludwig Ott, Manual de teología dogmática. 7ª ed. Barcelona: Herder, 1969). ¿Estamos nosotros, los fieles vivos, ayudando a las almas del Purgatorio?
“No”, responde San Francisco de Sales, “no nos acordamos lo suficiente de nuestros queridos amigos difuntos. Su recuerdo parece desaparecer con el repique de las campanas funerarias. Olvidamos que la amistad que termina, incluso con la muerte, nunca fue una amistad genuina”. ¿Y cómo podemos ayudar a las almas del Purgatorio? San Agustín dice que “una de las obras más santas, uno de los mejores ejercicios de piedad que podemos practicar en este mundo es ofrecer sacrificios, limosnas y oraciones por los muertos” (Hom., XVI). Dice también el citado San Francisco de Sales: “Asistir a las almas del Purgatorio es realizar la más excelente de las obras de misericordia, o mejor dicho, es practicar todas las obras de misericordia juntas de la manera más sublime: es visitar los enfermos; es dar de beber a los que tienen sed de la visión de Dios; es alimentar a los hambrientos, es visitar a los encarcelados, es vestir a los desnudos, es buscar para los pobres exiliados la hospitalidad de la Jerusalén celestial; es consolar a los afligidos, es instruir a los ignorantes; es, en definitiva, practicar todas las obras de misericordia en una” El Concilio de Trento declara que las almas del Purgatorio son asistidas por los sufragios de los fieles, es decir, podemos ofrecer a Dios nuestras oraciones y nuestras buenas obras, en la medida en que sean impetratorias o satisfactorias. Para explicarlo mejor, sepamos que cada una de nuestras buenas obras, cuando se hacen en estado de gracia, ordinariamente tiene un triple valor a los ojos de Dios.